La tarde estaba cargada de humedad. Gruesas nubes predecían uno de los mayores aguaceros del año 1995. En la cocina, mi madre amasaba la masa para hornear unas apetecibles empanadas de frutas. Mientras, yo jugaba en el pasillo con mis juguetes, en esa amplia casa de altos muros y tejado de tejas que había pertenecido a nuestra abuela.
Mi padre avivaba el fuego en la gran estufa de leña, asegurándose de que la temperatura del horno fuera la ideal para cuando las empanadas estuvieran listas para hornear. De repente, las nubes se abrieron y un torrente de agua descendió sobre la ciudad. Un relámpago iluminó la estancia, seguido por un trueno ensordecedor que, al desvanecerse, se llevó consigo la electricidad de todo el pueblo, dejándonos a oscuras.
En la penumbra, percibí un leve movimiento: mis juguetes parecían desplazarse solos sobre el piso. Un miedo intenso me invadió. Pero entonces, una luz titilante dispersó las sombras; era mi padre, acercándose con una lámpara de petróleo. La colocó en el suelo y, tras revolver cariñosamente mi cabello, se retiró a la cocina con mi madre. Fue entonces cuando vi que era Chirinio, mi gato, quien jugaba con mis juguetes. La tranquilidad regresó a mí.
Retomé el juego, conduciendo mi camión de madera por carreteras imaginarias trazadas en el mosaico. De repente, el camión se detuvo contra un obstáculo. Al inspeccionarlo, me encontré con un zapato. Seguí con la mirada hasta descubrir que pertenecía a un niño que, para mi horror, tenía todas las características de un muerto viviente.
Este me miraba fijamente, con un rostro demacrado y sin expresión alguna. Sostenía en una de sus manos un osito de peluche desgastado y parcialmente descosido, con el relleno asomando por un costado. Inesperadamente, el niño abrió la boca sin emitir sonido y, levantando su brazo izquierdo, me señaló hacia una de las habitaciones. Luego se hizo a un lado, iniciando una lenta marcha hacia la habitación adyacente al pasillo, para finalmente atravesar la puerta como si fuese intangible.
Movido por una mezcla de miedo y curiosidad, me levanté, tomé la lámpara y me dirigí hacia la puerta que el ser espectral había cruzado de manera tan incomprensible. Con la mano aún libre, giré lentamente el pomo, que parecía estar atascado, hasta que finalmente cedió. Con gran vacilación, empujé la puerta, que chirriaba como en las escenas más aterradoras de las películas de terror, y la abrí por completo, alzando la lámpara a la altura de mi rostro.
La luz de la lámpara disipó las sombras del centro de la habitación, dejando las esquinas sumidas en la oscuridad. Allí, en el centro, estaba el niño zombi, de pie y erguido como un soldado en posición de descanso. Comenzó a caminar hacia un enorme armario que ocupaba toda una pared, abrió su pesada puerta y descubrí que dentro había un baúl. El niño levantó la tapa y se metió dentro del antiguo mueble. Impulsado por la curiosidad, me acerqué al baúl. Dejé la lámpara de petróleo en una mesita de noche junto a la cama y, con mis pequeñas manos y escasa fuerza, intenté levantar la tapa del baúl, pero no lo conseguí.
A pesar de la voz interior que me advertía no hacerlo, la curiosidad fue más fuerte. Con el corazón latiendo frenéticamente, logré levantar la tapa del baúl. Al asomarme, el interior parecía un abismo sin fondo, como estar al borde de un pozo cuya profundidad era imposible de discernir, envuelto en un vacío absoluto.
En el silencio sepulcral, susurros apenas perceptibles comenzaron a emerger del baúl, incrementando gradualmente en claridad y fuerza. Una voz desde las profundidades me instaba a entrar. Decidí cerrar la tapa y escapar justo cuando un relámpago iluminaba la habitación, revelando por un instante dos brazos esqueléticos extendiéndose desde el interior del baúl hacia mí, aferrándose a mis brazos e intentando arrastrarme hacia adentro. En el forcejeo, mi pierna golpeó la mesa de noche, derribando la lámpara y sumiéndome en la oscuridad.
Mis gritos de desesperación resonaron hasta que mis padres llegaron con otra fuente de luz. Incapaz de hablar, el pavor había sellado mis labios. Más tarde, alrededor de la mesa, compartí la aterradora experiencia con mis padres, quienes la atribuyeron a mi imaginación, influenciada por las historias de terror escuchadas en la radio nocturna. Insistí en la realidad de mi relato sin éxito.
Con el tiempo, la expropiación de nuestra casa por parte del gobierno para construir un atractivo turístico colonial reveló un hallazgo macabro en la habitación del incidente: esqueletos de pequeñas dimensiones. Consumido por la duda, inicié una investigación que desentrañó una verdad escalofriante: mis bisabuelos, constructores de la ya demolida casa, eran reconocidos brujos en la región.